VOLVER_________SIGUIENTE

Conjeturas y otras cojudeces de un sudaca

LAS MOMIAS Y MI PROFESORA

Leopoldo de Trazegnies Granda

         Los publicistas sostienen que una imagen vale por mil palabras, cuando los poetas creen que es exactamente lo contrario. Todo enamorado sabe que una sóla palabra de la mujer querida, aunque sea por teléfono móvil, vale más que mil fotografías suyas. El cine confirma al amante y rebate ampliamente al publicista: no conozco página de la literatura que esté representada por una buena imagen en la pantalla, hacen falta muchas secuencias, flash back y travellings para obtener algo similar a lo escrito. Alguna vez tenían que tener razón los poetas. Pero no siempre.
         Sin embargo, yo no reniego de mi vocación frustrada de pintor. Es más, trato de escribir como si pintara: por sucesivas aproximaciones, hasta conseguir el monigote "cuasiliterario" que pretendo. Lo normal es que me pase lo mismo que a la mayoría de los artistas: que el resultado no tenga mucho que ver con el fin propuesto.
         Siendo yo muy niño intenté aprender a pintar. Iba en bicicleta todos los sábados, a la hora de la siesta, al estudio de una pintora. Su casa quedaba al lado de las ruinas funerarias incas de Miraflores, la llamada "Huaca Juliana". Rodeaba pedaleando la arqueológica tierra por una vereda lateral y dejaba la bicicleta ante la puerta de su casa apoyada en la reja del jardín. Ella me recibía siempre alegre, en pantalones ajustados y holgadas blusas de seda. Desde el primer día me dijo, riéndose, que la llamara Susana. Entrábamos a su estudio cruzando por el dormitorio donde su cama daba la impresión que no se hubiera deshecho nunca, se veía como un cuadro de Matisse pintado en la pared del fondo, cubierta con un edredón de alpaca blanca. Por la ventana, entre cortinas de flores, asomaba una ladera del monte de tierra caliza que ocultaba la misteriosa ruina, surcada de senderos hollados por perros vagabundos y por los escasos transeúntes del barrio que cortaban camino pasando por encima de los restos arqueológicos.
         Pintábamos (yo más bien me ensuciaba los dedos con carboncillo) en un cuarto que recibía la luz desde un patio lleno de geranios. Las creaciones de mi profesora, colgadas de las paredes, se mezclaban con las macetas de flores y las reproducciones de obras de grandes artistas. En ese ambiente de imágenes bohemias (daba la impresión que el río Sena cruzara del baño a la terraza) yo asociaba involuntariamente su pintura a mi sexualidad. La mancha púbica de la mujer desnuda de Modigliani, que reposaba encima de la puerta, y la marfileña piel de las mujeres del incomprendido Manet, me producían una especie de borrachera erótica difícilmente superable a esas horas cálidas del día.
         Cuando mi profesora destapaba los tubos plateados de pinturas y la tarde se llenaba de olor a óleo fresco, yo adivinaba sus tibios senos bajo los dibujos geométricos de su blusa, parecidos a sus lienzos, que cubrían un mundo supuestamente redondo y lleno de placer. En el estudio aprendía a dibujar bodegones que ella componía delicadamente, agachándose con coquetería y dejándome ver sus bonitas pantorrillas fácilmente confundibles con las de las tahitianas de Gauguin que se bañaban en el pasillo.
         Pero cuando regresaba en mi bicicleta a la rutina de mi casa me apartaba de los conocimientos académicos recién adquiridos, me olvidaba de bodegones y naturalezas muertas, para pintar con los restos que quedaban en los tubos gastados, que ella me regalaba, oníricas fantasías en pequeñísimas cartulinas.
         No era yo un niño especialmente dotado para las artes plásticas. A mí me hubiera gustado llegar a dibujar escenas taurinas como mi amigo Constantino, el gasolinero, pero en el estudio de Susana no pasé de esbozar naturalezas muy muertas. Sin embargo, aquellas tardes también me ayudaron a iniciarme en la interpretación del mundo que me rodeaba. No lo sabía hacer con imágenes al carbón ni con los apachurrados tubos de óleo, pero sospechaba que con las mil palabras no escritas me podría resultar más fácil. Durante unos meses persistí en el dibujo, en armonía silenciosa, al lado de mi joven profesora y también pintando solitariamente en mi casa mis cuadros al óleo diminutos. Los carbones eran malos y ella no me lo decía para no desanimarme, pero mis primeras miniaturas, que nunca vio, las que pintaba secretamente en mi casa y no me atrevía a mostrarle, seguro que valían más de mil palabras, eran párrafos gráficos que formaban parte de los sueños sexuales que ella protagonizaba sin saberlo como las mejores actrices italianas (las dos Silvanas; luego vendría Gina) y que desgraciadamente terminaban en pesadillas de frustración, donde las momias de la "huaca" vecina envueltas en tocuyos y arpilleras se incorporaban de las fosas para introducirse en sus lienzos, deshaciendo definitivamente su hermosa cama de alpaca y soltando bruscamente los botones de su blusa para liberar unos pezones que chorreaban rojos bermellones, azules cobaltos y amarillos magentas de los cuadros de Matisse. En mi subconsciente se establecía una desconocida relación entre la muerte y el sexo, que yo intentaba combatir pintando más cuadritos escabrosos.
         Un día, estando sentado ante el caballete, mientras ella intentaba corregir las líneas de mis retocados dibujos de carbón, sentí el roce involuntario de sus brazos. Aún no me había repuesto de la casi eléctrica sensación cuando la piel se me erizó nuevamente reaccionando al peso suave de uno de sus senos sobre mi hombro derecho y a la imperceptible brisa que formaba su aliento en mi oído. Pensé que era la ocasión para confesarle la irreprimible atracción que sentía hacia ella y levanté la cara dejándome embargar por su desodorante y la visión de sus axilas. En ese momento, que ya había empezado a pronunciar la primera gran cojudez que iba a decir en mi vida, se materializó de golpe una de mis peores pesadillas pictóricas: apareció, por la ventana que daba a la "Huaca Juliana", entre las cortinas de flores, un bulto humano con apariencia de fardo arqueológico, del que no podía descubrir ni edad ni sexo, pero que demostraba estar vivo porque había saltado al dormitorio arrastrando con dificultad un costal de tocuyo polvoriento. Susana se agachó aún más sobre mí, como para protegerme, haciendo reposar su otro seno sobre mi cuello. El jadeante ser cruzó la habitación, imitando mis pesadillas, desbarató a su paso el edredón de alpaca, enfiló por el pasillo a empellones, tirando al Sena a las bellísimas tahitianas, hasta salir corriendo por la puerta principal. Nunca pude saber si se trataba de un "huaquero" (sorprendido in fraganti robando "huacos", que huía a través de la casa de mi deseada profesora) o si había sido la momia burlona de una de mis antepasadas resucitada para impedir mi primera declaración de amor. El único detalle que recuerdo con precisión es que en su huida se llevó mi bicicleta nueva.
         Pero mi profesora de pintura me recompensó con creces, me llevó a su cama, que alisó rápidamente con gesto femenino, me abrazó con cariño y me tuvo unos instantes rodeándome fuertemente con sus brazos de vello rubio, como consolando a un niño asustado. Si hubiera tenido conmigo uno de los cuadritos que pintaba secretamente en mi casa, en lugar de hablar, se lo hubiera ofrecido, porque en momentos de turbación como ese estoy seguro que una imagen vale por más de mil palabras. Y una caricia, como comprobé entonces, mucho más.
         Salí del estudio compungido y emprendí a pie el regreso a mi casa con la certeza que jamás encontraría la bicicleta que me había robado la momia.
VOLVER A LA PAGINA PRINCIPAL
PAGINA ACTUALIZADA EL 26/10/1999