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Nací en la habitación Nº 13 de la Maternidad de Lima. Cuando todos mis deudos esperaban la primera niña de la familia llegué yo dotado de sexo masculino, como no estaba en mis manos cambiarlo me limité a pedir disculpas. Me crie con las nativas de la región que para dormirme me ponían flores de adormidera debajo de la almohada de la cuna, mi contacto con las drogas fue pues prematuro y poético, de manera que en la pubertad ya encontré groseras e inútiles las drogas en pastillas o polvos. El único alucinógeno que he seguido consumiendo ininterrumpidamente es la Poesía. Mi madre, que nunca se resignó, me vestía de mujercita o de algo tan ambiguo que nadie sabía lo que era hasta que me preguntaban mi nombre y yo respondía «Leopoldo», que es nombre de niño gordo, y la gente se quedaba desconcertada, especialmente mi tía Areopagita que por haber vivido en Francia me recomendaba decir mi nombre en francés: Léopold, que sonaba mejor. Yo repetía «Leopoldo», trabucando y sin vocalizar, para que saliera algo así como «Pototo», apodo por el que siempre se me conoció en la familia. Pero el hecho de que mi madre me arreglara como a una niña tenía sus ventajas, creo que ha sido la única vez en mi vida que llegué a ser guapo peinado al estilo de un querubín de Murillo. Los primeros libros que leí fueron los de la Condesa de Ségur que me daba mi madre. Ella, aunque limeña, pertenecía por afinidad a la cultura francesa, como mi padre que era belga. Mis padres jamás me impusieron el idioma francés que hablaban entre ellos, por eso mi lengua materna fue el español, el buen castellano de la servidumbre que me tenía a su cargo. Posteriormente me malformaron en un colegio jesuita donde intentaron sin éxito convertirme en un ciudadano normal, es decir unidireccional y competitivo, hasta que, impotentes, terminaron expulsándome y terminando mis estudios en una Unidad Escolar estatal. Apenas terminé mis estudios secundarios logré evadirme de posteriores compulsiones y viajé a España en tercera clase del vapor Usodimare. Mi intención era estudiar Derecho, tal vez para proveerme de un arma defensiva. No lo logré. En Madrid colaboré en revistas universitarias. Gané un concurso de cuentos de la revista Familia Española y me dieron las únicas mil pesetas que he ganado a lo largo de mi existencia por darme el gusto de escribir. Empecé a plasmar mis observaciones sobre el mundo que me rodeaba de forma gratuita como corresponsal de un periódico peruano. Dado que eran tiempos sin libertad sufrí la persecución de la censura franquista. Emigré a Bélgica donde en invierno trabajé de quitanieves automovilístico y en verano de bombillero urbano, es decir, quitaba la nieve de los coches y cambiaba las bombillas fundidas de las farolas públicas, respectivamente. En París tuve la suerte de conocer al iconoclasta peruano L. Tamaral y establecer con él una amistad que tuvo fructífera continuación muchos años después en Sevilla. En esa época, una casualidad puso en mis manos un artículo sobre el futuro de la informática y me dediqué a estudiar con ahinco tan innovadora técnica. Viajé, me casé, tuve hijos, volví a España para retirarme a Las Hurdes cultivando lechugas y criando gallinas. Abandoné el campo cuando mi mujer y mis vástagos llegaron al borde de la muerte por inanición. Entonces decidí meterme en la boca del lobo y empecé a trabajar para una multinacional. Mi periplo por las grandes empresas de ordenadores fue amplio. Recorrí el espectro informático desde las tarjetas perforadas hasta los portátiles actuales. Pero siempre encontré un momento para escribir. Me otorgaron una mención honrosa en la II Bienal de Poesía de Panamá en 1972. Quedé finalista del premio de novela corta del Ateneo de Valladolid en 1974 (pero sospecho que esta distinción se debió a un error, creo que el jurado confundió mi apellido con el pseudónimo de un novelista argentino, a juzgar por la cara de asombro que puso el presidente al recibirme en la cena de gala de la concesión del premio). Entonces decidí no volverme a presentar a ningún concurso literario. En 1977 me radiqué definitivamente en la comarca de Los Alcores de Sevilla, en los alrededores de Alcalá de Guadaíra, donde he residido hasta hoy acompañado de mis libros, los que heredé de mi padre, los que me dejó en calidad de albacea mi amigo y maestro L. Tamaral y los pocos que yo he ido acumulando por mi cuenta. (Leopoldo de Trazegnies Granda) |