Artículo publicado en el Diario de Mallorca (Año 2003) sobre las películas "El espíritu de la colmena" y "El sur" de Víctor Erice.
AUTOR: F. J. Sánchez-Cuenca

EL ENIGMA DEL ARTISTA ADOLESCENTE

        Cada año, por Navidad, los devotos de Víctor Erice se resarcían en la tele. Aquellos spots nostálgicos de turrones que reunían en veinte segundos a la familia desperdigada reflejaban la estética depilada del mítico director. Por supuesto, las exquisitas imágenes intimistas de Erice no tenían nada que ver con los excesos burbujeantes del realizador Bigas Luna, contratado una vez al año para ayudar a vender millones de botellas de cava. Aunque Erice, no tan bien remunerado como el catalán, tendría que seguir acudiendo de mala gana al plató de las grandes campañas comerciales. Asi sobrevivía profesionalmente, por cierto de una manera nada miserable, mientras sus fieles aguardaban durante años a que el genio alumbrase otra obra maestra del cine de verdad. "El espiritu de la colmena" había generado expectativas inmensas en el publico sensible y al mismo tiempo las filmotecas y los incipientes festivales de cine independiente se disputaban sus copias, y los expertos ya le habían canonizado como el creador de una nueva estética edificada sobre fantasías infantiles homologables a la mejor tradición literaria occidental, entroncadas en un siniestro panorama nacional culturalmente indigente, atrasado y carente de libertad. Mientras él publicaba abstrusos análisis marxistas-estructuralistas sobre el cine europeo en la revista "Nuestro Cine" y Jose Luis Garci en "Film Ideal" derramaba mixturas sobre el cine norteamericano de acción, Pedro Almodóvar todavía trabajaba en Telefónica como administrativo.

        Eran los tiempos de Franco y el productor Querejeta había logrado añadir al nombre de Carlos Saura un nuevo valor, igualmente capaz de insinuar en códigos secretos las desdichas de un país bajo una dictadura burlando a la censura. Por eso, cuando Fernando (Fernando Fernán Gómez), el protagonista de "El espíritu...", aparece en una foto con Unamuno, el espectador está obligado a suponer que si este hombre vive tan aislado en la meseta castellana es a causa de esa mala compañía en el pasado. Lo que ya no resulta tan evidente es por qué un individuo que ha perdido la guerra y su trabajo vive en una casa tan grande y está casado con esa mujer rubia tan sofisticada (Teresa Gimpera), a la cual desatiende en la intimidad como un patán; ni por qué un hombre tan cultivado, probablemente un humanista republicano, es tan mal padre. Ni tampoco por qué se ha hecho apicultor en un lugar estepario aunque fuera hombre de Ciencia. Surge la duda razonable de que esos aparentes misterios no sean otra cosa que deficiencias de un guión endeble y signos de un casting erróneo. Sin ir más lejos, un profesor o sabio pelirrojo en un pueblo castellano era sencillamente apedreable durante la postguerra. Pero sucedió, como con las películas de Saura, que el público europeo interpretaba esas incoherencias como las claves secretas de un lenguaje, críptico por necesidad, y llegamos todos a caer en la trampa de aceptar lo estrambótico como característico. Junto a ese microcosmos adulto donde los secundarios sí resultan representativos (la maestra, el furtivo, el sargento de la guardia civil) lo que realmente se muestra como creativo, sugerente, repleto de fuerza emocional, es el microcosmos infantil. Claramente lo que mas reflejaría el mundo intimista, hermético, interrogante, del propio Erice.

        Diez años mas tarde, filmando ya con plena libertad de expresión, la condición de esteta especializado en el mundo infantil y al mismo tiempo la debilidad de Erice como cronista, quedan palpables en "El Sur". Se nos presenta a un médico barbado (en aquella España la barba era un residuo simbólico de los vencidos y, por lo tanto, una provocación peligrosa) que también vive con su familia en una casa aislada, y tampoco sabemos cómo va la niña a la escuela y por qué puede pasearse sola por la noche por la ciudad. La historia de amor secreta del padre con la actriz de cine es tan inverosímil como pueril, la irrupción de la vieja ama (Rafaela Aparicio) pervierte la unidad lingüística de un relato que parecía no naturalista convirtiéndolo ocasionalmente en costumbrista. Y otra vez la actitud distante, adusta, irresponsable, del padre que se dedica a pegar tiros por el monte precisamente el día de la primera comunión de su hija, resulta tan desconsoladora como deja vue. Sin contar con el pasodoble posterior a la celebración, una secuencia protagonizada por un italiano (Omero Antonutti) que lo malbaila como un tango. La culpa del resultado inconcluso se la echan al productor Querejeta, que fué capaz de abortar un rodaje que había sobrepasado plazos y presupuesto. Sin embargo, ese "El Sur" incompleto consigue incrementar el número de tesis doctorales, seminarios, ciclos, sobre Erice e incluso ya se habla de su heredero iraní: Kairostami. Posteriormente logra rodar "El sol del membrillo", un documental-verité sobre la fascinación de un pintor por su obra permanentemente inacabada. Curiosa autoalusión inconsciente de un artista epicúreo, quizá mas cerca de un hidalgo incomprendido, que de un verdadero artista proteico. En tal sentido cobraría sentido la metáfora de su reiterado personaje enigmático y divagante, aislado en una casa apartada, lejos de ese mundo que le infravalora.

        Pero siempre nos quedará la nostalgia de aquellos turrones que reunían por Navidad a una familia dispersa, y también la imagen de unos rostros exánimes tras unos cristales empañados. Pero, sobre todo, la transcripción exquisita de la sabiduría perversa de unas niñas desatendidas. Posiblemente sea esa la marca del artista adolescente.


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