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Homenaje lírico para un poeta trágico

 

Este camino          
ya nadie lo recorre          
salvo el crepúsculo.          

M. BASHŌ          

Leopoldo de Trazegnies Granda

 

Al subir por el sendero tuvo la sensación de que llegaría a un pueblo de espíritus muertos encarnados en aves y lagartijas que asomaban sus pescuezos al cuchillo del sol del invierno para verlo pasar a él con su sombrero puneño y sus andares de poeta lúcido y ensombrecido a golpes.

 

El verano había calcinado la naturaleza y dejado las altas sierras salpicadas de rocas como puños. Su cuerpo enjuto y sin palabras se dirigía a su propia montaña mágica, la que por un momento pensó que le daría fuerzas para vencer a la enfermedad, para reencontrar su verbo claro y festivo.

 

tu bondad pintó el canto de los pájaros”

 

Mientras tanto, valle abajo, en Madrid, vibraba el odio en los cristales de las ventanas que saltarían hechos añicos como ilusiones rotas, ya se presagiaba el dolor que iba a originar la explosión de barbarie que acabaría con el espejismo de un pueblo que tuvo la ingenua pretención de escoger la cultura, la Justicia y la felicidad. Un pueblo trágico parecido a él.

 

Trató de ordenar sus pensamientos: no era posible que tuviera fuerzas para subir andando la montaña. Era un espejismo, porque él, pobre de solemnidad, estaba siendo llevado en un coche por una aristócrata española que se apiadó de sus penurias. El coche traqueteaba lentamente hacia el sanatorio de Navacerrada mientras tiritaban su pensamientos.

 

El mundo, de pronto, se le presentaba como una película fantástica. Envuelto su cuerpo famélico en mantas y pieles inventaba el nuevo cine polícromo mirando por el parabrisas trasero. Por un instante podía imaginarse asistiendo a la proyección de la mejor de las películas, compañera:

 

tus sonrisas maravillosas sombrillas para el calor tú que llevabas prendido un cine en la mejilla.

 

La palabra es poesía, las imágenes son poesía. Llevaba su biografía pendiente de un imperdible:

 

“tengo 19 años y una mujer parecida a un canto”

 

Pero no, él no podía ser llevado de esa manera, no podían desgajarlo de la tierra. Tenía que subir a la montaña él solo, por su propio pie. En cuanto pudo, saltó del vehículo como si estuviera sano, reconoció el aire seco que sacudía los árboles vetustos y las hierbas incipientes y quedó paralizado en su camino de sueños. León Felipe lo hubiera visto así:

 

“con la lengua en silencio,
los ojos en sus cuencas
y en su lugar los huesos”

 

Entre sus alucinaciones vio un perro alto como un caballo que no se separó más de él. Lo bautizó como “Elfo“ por su color blanco y su mirada ausente. Acompasaron la respiración y el paso fatigado y tal vez también sus difusos pensamientos para continuar por su destino incierto. El cielo, tan azul, tan limpio, les seccionaba agradablemente a ambos la primera vértebra cervical.

 

Antes de llegar a la vetusta casona que dominaba el valle se acordó de la Lima nublada y marítima donde en noches bohemias de alcohol y opio el aire puro de sus pulmones andinos fue remplazado por colonias de bacilos de Koch. Era frecuente que a los habitantes de la sierra como él, que bajaban a la costa, Lima les colgara en los pulmones una mochila podrida. No le importó demasiado, se sentía esencialmente poeta, es decir, fuera de las contingencias biológicas del común de los mortales, pero no de sus odios y sus injusticias. En un delirio febril, recordó los últimos días pasados en cárceles peruanas donde fue torturado por ser comunista y sintió un escalofrío matutino como el que se siente al orinar con frío. Ni aún entonces le abandonó la poesía:

 

Tú estás aquí como la brisa o como un pájaro

 

En la boca traía un regusto a sangre. En el lavabo blanco de la habitación del segundo piso que le asignaron en el sanatorio brilló su saliva roja arrastrada rápidamente hacia el desagüe. Cerró el grifo y volvió a escupir, la hemorragia no se detenía.

 

 

En la pensión de Madrid tuvo su primer vómito rojo en Europa, que disimuló con vergüenza. Pero la anciana de la pensión cercana a la estación de Atocha a la que había llegado minutos antes, advirtió su desazón: “Debe usted ir al médico”, le dijo.

Su viaje desde el Perú había sido demasiado largo para su quebrada salud, con etapas oníricas agotadoras. En el Callao abordó un barco con destino a Europa, ligero de equipaje, llevaba sólo lo puesto. “Llegarás en invierno, hará frío”, le advirtió un amigo y le regaló su abrigo. Su camino se interrumpió en Panamá. Los norteamericanos lo detuvieron por sospechoso, le hicieron perder el barco y el abrigo interrogándolo durante todo el día. Después de la fantasmagórica prisión y posterior rescate de la zona del canal pudo continuar la siguiente etapa de su peregrinación hacia la muerte: Francia.

Escapó de Panamá hacia Costa Rica y se dirigió, o lo llevaron, a México a coger otro barco. Desembarcó en La Rochelle y de allí, sin dinero y sin abrigo, siguió transmigrando de forma mágica hasta París. Logró al fin llegar a la ciudad de Breton, Verlaine, Aragon, Eluard… que leía en Lima. Y pudo ver la arquitectura de uno de sus propios versos:

 

La torre de Eiffel a tu lado flor geométrica para los poetas puros”.

 

Erró por sus calles imaginadas y por sus puentes cruzados de deseos sobre el río. Sus contactos en París eran escasos y su salud cada vez más frágil. Sabía que en algún faubourg malvivía su admirado maestro César Vallejo con Georgette, pero de qué manera unir su miseria a la de su compatriota andino. El ministro plenipotenciario del Perú en la capital francesa era un pintoresco escritor partidario de restablecer el Antiguo Régimen en Francia que terminó sus días perfectamente chiflado en el manicomio Larco-Herrera de Lima. El funcionario se mostraba muy satisfecho de que los intelectuales latinoamericanos y españoles residentes en París se hubieran trasladado casi al completo a la nueva república española que él sin duda consideraba una anarquía democrática. Ante la anarquía poética que advirtió en el aspecto bohemio del poeta no dudaría en recomendarle que viajara a España también. Y nuevamente el poeta transmigró, gracias a las artes mágicas que sólo él dominaba, hacia Madrid.

 

en el tren lejano iba sentada

la nostalgia”

 

Cruzó los Pirineos con su corazón político ilusionado con la experiencia española, por ese pueblo en ebullición decidido a protagonizar la imposible epopeya de la Justicia social democrática cuando en Europa estaba triunfando el nazismo. Su corazón poético se inclinaría por ese grupo de bardos ultraístas de los que hablaba Borges con admiración, y que en Argentina continuaría el poeta Alberto Hidalgo. Él conocía a Hidalgo a través de su común maestro José Carlos Mariátegui y ambos habían sido colaboradores de la revista que fue cambiando de nombre a lo largo de sus cuatro números: Trampolín-Hangar-Rascacielos-Timonel.

 

A la capital de España llegó con un morral parecido al que llevaría Miguel Hernández durante la Guerra Civil, tal vez el mismo con el que Pablo Neruda encontrara al poeta-soldado por las calles del bombardeado barrio de Argüelles. Dentro llevaría versos etéreos aún sin papel ni grafía como aves transparentes que al soltarlas le devolverían alguna armonía al cielo.

 

Si hubiera tenido fuerzas para buscarlos, se habría podido alojar en los locales del POUM, o en el requisado palacio de los Spínola, regentado por Rafael Alberti y Teresa León, que servía de improvisado alojamiento a los escritores extranjeros, pero la debilidad se lo impedía y se metió en la primera pensión que vio en los alrededores de la estación.

 

A la mañana siguiente se levantó más despejado, en la cama de la pensión dejó las miasmas de una noche oscura, en la calle estaba la vida, una leve esperanza de respirar aire puro, de compartir sonrisas amables como si no hubiera pasado nada, como si hubiera acabado de nacer. Pero por la noche volvió la fiebre y la anciana de la pensión lo oyó toser, congestionarse débilmente, afilársele el rostro como una hoja de olivo seca e insistió que tenía que ir al médico. ¿A qué médico, en qué ciudad, en qué país? En la madrugada, postrado por la fiebre, la sed insuperable, la angustia oprimiendo sus sueños como una camisa helada, yacía más indefenso que  nunca sobre la cama.

 

La oscura sala del hospital San Carlos donde fue trasladado parecía la lonja de un mercado de abastos por la multitud de gente que se movía en ella, el ruido, las voces que daban, la variedad de artículos de alimentación y abrigo que transportaban entre las camillas. La calefacción de carbón lo atufaba, tenía dificultades para respirar, para abrir los ojos, para mover los labios.

 

Su mente extenuada le hacía sentirse herido en el centro de un campo de batalla. Oía la presencia silenciosa de un espíritu femenino que no lo abandonaba, su cuidadora sutil, amante serena, o bruja dulce para difuminar sus pesadillas.

 

como cuando se caía la sortija de tu voz en el patio

 

Cuando los médicos lo desahuciaron las monjas se apresuraron en llamar al consulado. Entre el cónsul Alberto Ureta y el titular de la Legación,  Raúl Porras Barrenechea, decidieron que lo urgente era sacar al poeta de ese infierno misericordioso.

 

 

 

 

Su ventana daba a la ladera sur, más suave que la que recibía los vientos gélidos del norte. Él había nacido en una sierra-abuela, pensó, de altas cumbres nevadas que cortan las pupilas del cielo y sentía que venía a morir a una sierra-niña de faldas verdes donde pacían caballos. El cielo se estaba reduciendo y oscureciendo sobre una higuera. Debía ser tarde.

 

Se echó sobre la cama antes de que los enfermeros del sanatorio le trajeran los pijamas limpios y le dejaran la ficha para registrar sus datos de identidad. En la ventana, se estaba cristalizando el sueño y sólo dejaba pasar rayos vespertinos de luz anaranjada.

 

Se despertó varias horas después. Le habían dejado la ropa de interno y la ficha de ingreso a los pies de la cama. Rellenó sus datos:

 

Nombre: Carlos Oquendo de Amat.

Nacionalidad: Peruano.

Oficio: Poeta.

 

Oyó ladrar fuera a Elfo y a alguien que le hacía “shiiiii”.

 

HE  SA  LI  DO

RE  PE  TI  DO

POR 25 VENTA-

NAS

 

 El perro al verlo le movió el rabo estirando el hocico como si lo estuvieran estrangulando. No había nadie.

 

Recordó a amigos peruanos que vivían en Madrid:

 

-Rosa Arciniega que fue la última persona que lo vió con vida y percibió el llanto de las quenas en sus venas.

-Xavier Abril, enfermo.

-César Falcón ausente (estaría muy ocupado en la dirección de la revista Mundo Obrero).

-En la lejana Lima los hermanos Varallanos, Beingolea, Bolaños, Magda Portal, Churata, Peralta…

 

Se recostó en la cama nuevamente, moribundo, pero aún podía escuchar sus pulsaciones. ¿Cuál era la fuente de esa cadencia que se resistía a agotarse? ¿Qué órgano convertía rítmicamente la materia en la energía eléctrica que activaba su corazón? ¿Cuándo se detendría su sangre, cuándo se detendría su poesía? Ocurrió la mañana del 6 de marzo de 1936.

 

La lápida que pusieron en su tumba en el cementerio contiguo al sanatorio lleva los versos de su amigo Enrique Peña:

 

Tan pálido, tan triste,

tan débil, que hasta el peso

de una flor te rendía.

 

 

 

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Oquendo de Amat, Carlos.

-“5 metros de poemas”. Editorial Decantar. Lima, 1968.

Meneses, Carlos.

-“Tránsito de Oquendo de Amat”. Editorial Inventarios provisionales, Barcelona, 1973.

-“Oquendo de Amat, vivir para soñar”, Rev. Quimera, no 17, 1982. Barcelona.

-“Retrato de poeta”. Ciberayllu, oct. 2005.

(http://www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/CMOquendo/CM_Oquendo1.html)

-“Carlos Oquendo de Amat y otros vanguardistas peruanos”. Coloquio Internacional (Centre de recherches Latino-Americain. Université de Poitiers) Madrid, Espiral 1994. Vol. 1.

 

Lauer, Mirko y Oquendo, A.

-Surrealistas & otros peruanos insulares” (“Vuelta a la otra margen”). Prólogo de Julio Ortega. Ocnos. Libres de Sinera. Barcelona, 1973.

 

Monguió, Luis:

“Un vanguardista peruano: Carlos Oquendo de Amat”. Madrid. Insula 1978.

 


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