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Cartas de París
Por Cristina RomeroVictor Hugo había dicho que en París bastaba "respirar para conservar viva el alma", pero bien sabía él que incluso en París, o tal vez allí más que en ninguna otra parte, las musas gustan también de manjares menos etéreos. Porque de París, como los niños, nos vino el restaurante, el chef y la crítica gastronómica. Fue allí donde la cocina aprendió a expresarse en clave literaria y la literatura a disfrutar de la elocuencia culinaria, cruzando sus destinos en una auténtica sopa de letras.
Hace quinientos años nacía Rabelais, escritor humanista que legara a la literatura un personaje fantástico, Pantagruel, perfecto emisario de su mensaje hedonista: la exaltación de las alegrías materiales e intelectuales de la vida. Desgraciadamente este gigante glotón no pudo nunca ir a cenar a un restaurante. Sencillamente porque todavía no existían.
Hasta el siglo XVIII la palabra "restaurant" se refería en Francia a un caldo de carne que "revigorizaba y restauraba". Poco a poco, los establecimientos que en principio sólo servían este tentempié fueron diversificando sus propuestas hasta componer una carta. Característica ésta que, junto a la disposición de los cubiertos en mesas independientes, los diferenciaba de las tabernas tradicionales. Pero el verdadero auge de los restaurantes se lo debemos a la Revolución Francesa que, poniendo en la calle a los grandes cocineros de la aristocracia, les obliga a reciclarse y hacer uso más democrático de su talento.
Con la publicación en 1803 del Almanaque Gourmand, Alexandre G. de la Reynière inventa la crítica gastronómica. Un nuevo género literario que se verá correspondido, ya que también por entonces las gentes de letras, habituadas a los restringidos salones mundanos, comienzan a saborear esta nueva forma de cultura social que son los restaurantes. Que ya lo decía el escritor y gastrónomo Brillat-Savarin en su Fisiología del gusto (1825), "el animal se sustenta, el hombre se alimenta y el hombre ilustrado sabe comer".
De aquella generación de establecimientos nacidos en París a finales del siglo XVIII, sólo uno ha llegado hasta nosotros: Le Grand Véfour. Un restaurante que ilustra además perfectamente la complicidad entre dos artes que juntas alimentan cuerpo y alma. Inaugurado bajo los soportales del Palais-Royal, el barrio más animado de la época, conoció en su origen un éxito tal que su propietario pudo retirarse al cabo de sólo tres años, librándolo a su suerte. A una aventura dos veces centenaria que se verá turbada por múltiples avatares, siendo su clientela literaria quien se encargue puntualmente de disciplinar su destino descarriado.
Desde 1830, coincidiendo con el declive del barrio, su supervivencia se ve amenazada. Y ya entonces estaban para reconfortarle Lamartine, Sainte-Beuve o Victor Hugo degustando su plato preferido: cordero con judías blancas. Y aunque también allí la Bella Otero1 caracoleando sobre las mesas, la Belle Epoque palpitaba ya en otros barrios de París.
Así que otra vez se atolondra su estrella y el Véfour pasa de un dueño a otro hasta caer incluso en el "deshonor" de la servilleta de papel. Dos brillantes nombres de la literatura acudirán de nuevo en su ayuda. Colette y Cocteau, ambos vecinos del establecimiento, lo convierten en su cuartel general arrastrando tras ellos a la flor y nata de la intelectualidad del momento. Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, André Malraux, Louis Aragon, Jean Genet o Marcel Pagnol han dejado impresa su visita.
Más curiosa todavía es la historia de aquel italiano, Francesco Procopio, que tentara fortuna en Francia allá por el siglo XVII. Su local se fundó en 1686, aunque bien es cierto que no se convierte propiamente en restaurante hasta mucho después, cuando ya su suculenta biografía se ha hecho indisociable de las letras parisinas.
Procopio el alquimista
Había iniciado Francesco su comercio proponiendo dos especialidades de su país, café y helados, pero será el arte de mezclar hierbas y especias en licores y aguardientes su auténtico fuerte. Eneldo, cilantro, hinojo o almizcle: al aroma de tan sugerente arbolario surge el éxito y el astuto italiano no duda en afrancesar su nombre, como si también su olfato de alquimista le vaticinara posteridad. En 1689 un golpe de suerte le acerca la Comédie-Française, convirtiendo su local en trastienda y antesala. Agoniza el siglo XVII y La Fontaine, Molière y Racine ceden sus butacas a Rousseau, Voltaire y Diderot. Le Procope presume de ser la cuna del Enciclopedismo. "En París hay un local donde se aprecia el café de tal modo que otorga inteligencia a quienes lo toman" llegó a decir Montesquieu. Pero desde aquella mítica estampa de Voltaire jugando al ajedrez, muchas otras han venido a recortarse en el mismo decorado: el gorro de castor de Musset, los ojos de Balzac escrutando el abalorio de una lámpara, Verlaine escondido tras un vaso de absenta o el bastón del exquisito Oscar Wilde.
Rimas y leyendas
Sin embargo, estas novelas por entregas, largas historias de inquebrantable fidelidad no son de uso corriente. A veces las cosas suceden por interés, capricho o frivolidad. Lapérouse, por ejemplo, comenzó siendo un comercio de vinos donde se cerraban los negocios de un mercado de aves situado a proximidad. Cuando en 1870 se trasladan pollos, pavos y gallinas a la nueva sede del mercado de abastos, parecía que el negocio desaparecería para siempre.
Pero la intimidad de sus salones que tanto habían apreciado los negociantes, se la disputarán ahora editores, autores y libreros. Aquí Emile Zola, Guy de Maupassant, Alexandre Dumas o Victor Hugo, merendando con su nieto en el salón La Fontaine. Quiere además la leyenda que de gabinetes de negocios pasaran sus saloncitos a gustar de más dulce compañía, y que una discreta escalera condujera a ilustres personalidades políticas e intelectuales hacia las bellezas cortesanas del momento.
Cierto es que hasta finales del siglo XIX no estaba bien visto acudir a un restaurante acompañado de su esposa, y que, apresada entre divanes de terciopelo, timbres y oropeles, tal vez la imaginación se haya soltado las trenzas. No obstante ahí están en los espejos esos graffitis de principios de siglo que firmaban estas damas para comprobar la autenticidad de los diamantes que premiaban sus favores. Y es que la morfología del lugar se presta a todo tipo de guiones. Aquí quiso Proust traer a cenar a Swan y Georges Simenon al comisario Maigret.
Y si Lapérouse se dio a la literatura porque su destino parecía inexorablemente unido a las "plumas", la enseña del Polidor nos recuerda que antes de convertirse en restaurante, cita obligada de la bohemia, había sido una cremería. Verlaine y Rimbaud inauguraron un séquito de clientes memorables que culmina en 1948 con la creación de la Escuela Patafísica ("ciencia de las soluciones imaginarias" según Alfred Jarry) que reúne regularmente en la sala del fondo a Boris Vian, Eugène Ionesco, Jacques Prévert y Max Ernst, entre otros. Este establecimiento donde no se echa de menos ningún elemento del bistrot2 parisino, ha cautivado a múltiples artistas internacionales, y así lo reflejan ciertas escenas de El sueño del mono loco de Fernando Trueba o todo un capítulo de 62 modelo para armar de Julio Cortázar.
La receta alsaciana
A finales del siglo pasado se instala frente a la iglesia Saint Germain des Près la familia Lipp, a la que sucede a partir de 1920 la saga de los Cazes. El primero de ellos, Marcelin, se las ingenió para convertirlo en un lugar faro del universo intelectual de la capital. Tercer vértice del famoso triángulo de oro de las letras que forma con sus vecinos los cafés Flore y Les Deux Magots.
Saint-Exupéry, André Gide, Alberto Moravia, André Malraux, Françoise Sagan, la lista de escritores fieles a Lipp sería interminable, como lo sería también la de políticos y artistas. Tal vez por eso decidió Roger Cazes, el segundo de la dinastía, comenzar a escribir cada noche, como un colegial, un diario donde reseñaba las numerosas personalidades que acudían a su restaurante, con quién estaban sentadas e incluso alguna frase osada, pillada al vuelo de la conversación De Lipp decía Léon-Paul Fargue en su libro El peatón de París que "es tal vez el único lugar donde por una cerveza se puede obtener el resumen completo de una jornada política o intelectual francesa". Lo decía en 1932, pero nunca se ha desmentido. Mucho más cerca de nosotros, Bernard Pivot, director del mítico programa de televisión Apostrophes, que repasó cada semana y durante 15 años la actualidad editorial francesa, venía a cenar con su equipo todos los viernes tras la grabación.
El mismo año que los Lipp, 1880, y con la misma procedencia, Alsacia, se instala Charles Drouant del otro lado del Sena. Su historia desde siempre unida a artistas y escritores se consagra en 1914, fecha en que arranca la tradición de fallarse aquí el más codiciado de los premios literarios franceses: el Goncourt.
Los diez insignes miembros del jurado cuentan en el restaurante con su propio salón-comedor, su biblioteca, sus sillas personalizadas dispuestas en un orden inalterable y los famosos cubiertos de plata dorada donde se han ido grabando las dinastías de ilustres usuarios. El salón se encuentra por supuesto a disposición del público, pero no así los cubiertos que se esconden en un estuche inviolable.
Montparnasse: fragmentos escogidos
Desde 1926 se falla el mismo día que el Goncourt y en un salón contiguo, el Premio Renaudot. Esto sucede en noviembre, y al día siguiente Drouant es indiscutiblemente portada literaria. "El hambre es una buena disciplina" titula Ernest Hemingway uno de los capítulos de su obra París era una fiesta. Pero unas líneas más abajo se desdice y reconoce lo difícil que era resistir al hambre en la capital francesa. Eran sus inicios como periodista y escritor, pero en cuanto le fue posible se convirtió en un cliente asiduo de los restaurantes en boga. De Lipp, por supuesto, pero también de La Coupole y de La Closerie des Lilas. La misma Closerie, que con una historia ya añeja, presenciaba las reuniones de la revista simbolista "Verso y prosa" dirigidas por el poeta Paul Fort. O que viera desfilar las vanguardias del arte y la literatura, Picasso, Modigliani, Paul Eluard, Apollinaire o André Breton.
También en Montparnasse, frente al célebre café Select, se había puesto de moda desde el día mismo de su inauguración La Coupole. Con 1.200 botellas de champán y 2.500 invitados, las cifras que se barajaron aquel memorable 20 de diciembre de 1927 estuvieron a la altura de sus dimensiones: 800 m2. Un espacio desproporcionado que había obligado a sus dueños a reforzarlo con los 24 pilares de los que hoy se enorgullece. Alrededor de esas columnas, donde dieron libre curso a su imaginación distintos pintores del barrio, se codeaban los "montparnos" -el mundo artístico había desertado la colina de Montmartre- con los anglosajones, Man Ray, Gertrude Stein, Arthur Miller, Ezra Pound, y de nuevo Hemingway. La galería de retratos que vio desfilar la Coupole en los años 30, y posteriormente en los 50, convirtió el lugar en monumento histórico esquivando con ello su inminente transformación en bloque de oficinas.
Otro monumento histórico es "este museo ignorado", como había dicho Jean Giraudoux del Train Bleu, el buffet de la Gare de Lyón. Un alarde de arquitectura ferroviaria construida en dicha estación parisina para "epatar" a los visitantes que acudían a la exposición universal de 1900. Cruce de destinos por vocación, no es este un lugar esencialmente literario, pero sí irresistiblemente literaturizable. "No existe en París más bello restaurante que el de la Gare de Lyón" afirmaba la escritora Louise de Vilmorin. Pero cuantos otros -Récamier, Maxim's, Le Boeuf sur le Toit- se nos quedan flotando en el tintero. Que son muchos en París los restaurantes con sabor a gloria.
Cristina Romero
- 1. La Bella Otero (1868-1965), bailarina española que obtuvo gran fama en París gracias a sus espectáculos de opereta y danza andaluza.
- 2. Pequeño café popular.
Este articulo fue publicado en noviembre de 1994 en la revista Paisajes, y recíbió en España el Premio Maison de la France 1995 al mejor reportaje turístico.
París a la carta
Le Grand Véfour: 17, rue de Beaujolais 75001 Tel: 42 96 56 27. Una plaquita nos recordará al ilustre comensal que tomó asiento en nuestro lugar. A la carta el cubierto oscila entre 800 y 900 F. A mediodía existe un menú a 325 F.
Le Procope: 13, rue de l'Ancienne-Comédie 75006 Tel: 43 26 99 20. Abierto hasta la 1h de la madrugada. El precio medio por persona y a la carta es de unos 200F. Existe un menú "privilège" a 185F, otro a 110F (entre las 11h y las 20h) y por último, uno a 123F a partir de las 23h.
Lapérouse: 51, quai des Grands-Augustins 75006 Tel: 43 26 68 04. Cerrado el domingo y el lunes a mediodía. El precio medio del cubierto oscila entre 450 y 600F. Es posible reservar sus salones para un grupo o para un "tête-à-tête".
Drouant: 16-18, pl. Gaillon 75002 Tel: 42 65 15 16. A la carta en el restaurante gastronómico el precio del cubierto cuesta entre 700 y 800F. Existe un menú a mediodía a 300F. Se puede también optar por la brasería, bajo el "techo marino" que tanto apreciaba Cocteau, por unos 250F.
Lipp: 151, bd Saint Germain 75006 Tel: 45 48 53 91. Abierto todos los días hasta las 2 de la madrugada. Cocina tradicional francesa. El precio medio de una cubierto a la carta es de 250F por persona.
Polidor: 41, rue Monsieur-le-Prince 75006
Tel: 43 26 95 34. Cocina casera a partir de 100F. No se aceptan tarjetas de crédito.La Closerie des Lilas: 171, bd. Montparnasse 75006 Tel: 43 26 70 50. Abierto hasta las 2 de la madrugada. El precio medio de un cubierto a la carta en el restaurante es de 300 a 400F, y en la brasería entre 150 y 200F.
La Coupole: 102, bd. Montparnasse 75014. Tel: 43 20 14 20. Abierto hasta las 2 de la madrugada. A la carta hay que contar con unos 220F. Existe una fórmula a 112F (entre 12h y las 18h y a partir de las 22h) y otra más modesta a 89F.
Le Train bleu: Gare de Lyón 75012 Tel: 43 43 09 06. Existe un menú completo para el almuerzo o la cena a 250F, y a la carta el precio medio del cubierto ronda los 300F.
Sabor a gloria Pero, ¿qué fue de ellos? ¿qué se cuece hoy en estos restaurantes literarios? Le Grand Véfour es, bajo la dirección del grupo Taittinger, un refinado establecimiento muy querido por los parisinos, que recibe a una clientela influyente, aunque no específicamente literaria. Al Procope se acude hoy como a un museo, intentando extraer de inscripciones y medallones algún capítulo extraviado de la historia. Lo mismo sucede con La Coupole que se ha convertido en un lugar de memoria, un mito viviente muy frecuentado por turistas extranjeros.
Polidor sigue siendo sede de los supervivientes de la Escuela Patafísica y de la Asociación de Amigos de Verlaine. Y de llegar a las doce menos cinco de la mañana, coincidiremos con un profesor de filosofía que acude a almorzar diaria y puntualmente desde hace 56 años. A él corresponde el privilegio de retirar del histórico casillero de servilletas la única que queda, la que esconde el cajón n°3. El n°2 había pertenecido a Paul Valéry que hace ya mucho compartiera con el profesor mesa y conversación.
Por Lipp no pasan los años. Hoy su enseña fluorescente forma parte del paisaje urbano del bulevar Saint Germain.
M. Perrochon, sobrino y sucesor de Roger Cazes, sigue perpetuando su premio literario y el registro concienzudo de ilustres comensales. Su fama ha procreado dos réplicas exactas en Zurich y Ginebra. Pero a estas dos sucursales legítimas se añaden otros intentos bastardos de imitación contra los que ha de defenderse a la manera de las grandes firmas de prêt-a-porter.También la Closerie des Lilas ha querido aunar su doble vocación de pluma y pincel en el premio Elie Faure que galardona cada año al mejor libro de arte. Y aunque en el pasado fue más bien el bar el que cobijó a los personajes ilustres, es hoy su terraza cubierta quien gusta congregar a círculos del mundo de la cultura. Drouant palpita imperturbable al ritmo de sus premios, reuniones de académicos y críticos literarios.
La fachada de Lapérouse frente al Sena invita a la evasión. Sus salones siguen siendo frecuentados por personalidades del mundo cultural y político. Y por todos aquellos que desean rastrear su sabroso anecdotario y disfrutar de ese eterno coqueteo entre realidad y fantasía.
Por último, al Train Bleu se viene sobre todo a mirar y dar rienda suelta a la imaginación. Es continuamente solicitado para películas y reportajes. Tal vez porque aquí las musas gozan de una permanente invitación al viaje.
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PAGINA ACTUALIZADA EL 9/8/2002