Imaginemos a un escritor centroeuropeo que acaba de publicar una
novela basada en la historia contemporánea. Imaginemos que esa
novela trata de varios personajes y lugares reales de
España. Demos por hecho que su autor insiste en la importancia de
respetar los hechos, de documentarse bien, de cuidar el libro
palabra por palabra. Nuestra sorpresa despierta en cuanto leemos la
novela, seducidos por los críticos que no se cansan de alabar la
obra. Sorprende, digamos, cierta cantidad de errores debidos, a
partes iguales, al desconocimiento del idioma (el escritor
evidentemente no se molestó en acceder a las fuentes escritas en
castellano) y a la ignorancia acerca de algunos españoles retratados
en la novela: sobre ellos, el escritor no sabe más que lo que leyó
en algún libro publicado en una traducción francesa o inglesa. Así
vemos, por ejemplo, que el escritor ha copiado mal el nombre de un
temible penal franquista; o que se confunde con la edad de algún
personaje; o que cree que en Madrid existía en los años treinta una
sola estación ferroviaria; o que se imagina a un poeta perseguido
tomando un tren a Lisboa a determinada hora, en determinado día
cuando se sabe, en España, que ese poeta nunca huyó en tal tren con
tal destino sino ocho meses más tarde, y en otra dirección. ¿Qué
pensamos de tal novela, y qué opinión nos merece su autor cuando
echa de menos, en un artículo posterior, "un cierto amor por el
propio trabajo, una atención cuidadosa hacia lo que se está
haciendo, sea redactar una crónica o corregir las pruebas de un
libro"?
Ese escritor existe, pero la constelación es inversa: Antonio
Muñoz Molina escribe en Sefarad desde España sobre varias personas
que sufrieron, en área de dominio alemán o soviético, las
persecuciones nazi y estalinista: Milena Jesenská, Willi Münzenberg,
Margarete Buber-Neumann, Evgenia Ginzburg, Viktor Klemperer, Jean
Améry... Compartimos su afán por recuperar los testimonios de todos
ellos, apreciamos su voluntad de homenajear "a quienes perdieron su
identidad por decisión de los sistemas totalitarios". El autor
afirma que es gente olvidada mientras que nosotros los consideramos,
en sus respectivos países, conocidos si no famosos. Los diarios de
Klemperer, por ejemplo, fueron un gran éxito de ventas en Alemania.
Améry sigue siendo, a más de veinte años de su muerte, referencia
imprescindible para todos los que reflexionan sobre el Holocausto,
la vejez y el suicidio; en Austria hay un premio que lleva su
nombre. Hace tiempo que Jesenská se ha convertido en un símbolo de
las reivindicaciones feministas, como la pintora Frida Kahlo y la
fotógrafa Tina Modotti. Las memorias de Buber-Neumann están al
alcance de los lectores, igual que la biografía sobre el disidente
comunista Willi Münzenberg, escrita por su viuda Babette Gross. ¿Por
qué Muñoz Molina los presenta como olvidados? ¿Será por querer
destacar como conocedor de una causa que ignora?
Esta sospecha se alimenta de una serie de fallos que cuesta
aceptar. Por ejemplo, Muñoz Molina no escribe ni una vez
correctamente el nombre del campo de concentración nazi de
Bergen-Belsen. Habla, en el contexto del fugaz amor entre Kafka y
Jesenská, de "la estación de Viena" cuando hubo por entonces y
sigue habiendo por lo menos tres grandes estaciones, la del
Oeste, la del Sur y la de Francisco José. ¿Diría también: llegué a
la estación de Madrid, en vez de: Atocha, Chamartín, Príncipe Pío?
Al referirse a Viktor Klemperer, Muñoz Molina le echa, por el año
1933, "casi sesenta años" cuando por entonces Klemperer tenía 52. Al
aducir uno de los motivos por los cuales Klemperer rechaza la idea
de abandonar la Alemania nazi, Muñoz Molina le hace presentarse como
persona "sin conocimientos de idiomas extranjeros" por lo cual le
hubiera sido difícil encontrar trabajo en el exilio; pero de hecho
Klemperer, que era profesor de filología románica en Dresde,
dominaba a la perfección el francés y probablemente también el
italiano ya que había ejercido de docente en la Universidad de
Nápoles. Para relacionar la historia de amor entre Kafka y Jesenská
con la fuga de Améry, Muñoz Molina juega con la posibilidad de que
el austríaco abandonó Viena el 15 de marzo de 1938, en el mismo
expreso con el cual Kafka había vuelto, años atrás, a Praga; en
realidad y no es nada difícil averiguarlo, basta con leer
cualquier nota biográfica el escritor austríaco no emprendió su
huida hasta diciembre del mismo año. Tampoco tomó el tren a Praga
sino a Colonia, y desde allí pasó a comienzos de 1939 la frontera
hacia Bélgica.
Con razón, Muñoz Molina toma a Améry como testigo principal de su
tesis según la cual uno es lo que los demás quieren ver en él:
Améry, que por entonces se llamaba Hanns Maier, no se sentía judío
antes de que los nazis le convirtieran a la fuerza en uno. Pero la
novela o "novela de novelas", según el subtítulo
simplifica muchos detalles y silencia otros hasta conseguir una
imagen de su personaje que ya no corresponde a la realidad. Así,
Muñoz Molina evoca a Améry en 1935, sentado en un café de Viena,
"vestido con pantalón corto y calcetines altos y peto tirolés",
mientras lee en el periódico la proclama de las leyes de Nuremberg,
y esa visión del atuendo es tan folclórica como, pongamos el caso,
la de una novela austríaca presentándonos a García Lorca vestido de
torero en un bar de Granada. He aquí un esbozo autobiográfico en el
cual Améry se caracterizaba a sí mismo: "El muchacho cuyos rastros
seguíamos en Bad Ischl (ciudad de provincias donde pasó parte de su
infancia) es ahora, en 1934, un hombre joven. Ya no vive entre los
bosques, ya no toca melodías rurales en el piano, sino hits
americanos, ya no lleva chaqueta de cuero, sino trajes de buen corte
aunque bastante gastados, tiene una novia que en nada se parece a
las exuberantes bellezas tan al gusto imperante en el campo."
Es cierto que las leyes racistas impuestas en el país vecino
conmocionaron profundamente a Améry; pero Muñoz Molina lo presenta
como una persona ingenua que sólo ahora, en el momento de la
lectura, se entera de lo que está pasando alrededor suyo. Sin
embargo, Améry recordaba que ya a partir de la llegada de Hitler al
poder en Alemania el ambiente en los cafés de Viena era deprimente
"porque día tras día llegan emigrantes del Reich que cuentan
horrores de los campos de concentración, del boicot a las tiendas
judías, de lo que se llama más allá de la frontera Gleichschaltung,
la coordinación en la represión". La afirmación de Muñoz Molina
según la cual Améry hasta aquel momento en el que leyó sobre las
leyes de Nuremberg había creído "que su lengua y su cultura eran
alemanas" me parece más que dudosa ya que el austríaco daba fe, en
sus memorias, de sus sentimientos patrióticos (que para nada le
sirvieron después del 12 de marzo de 1938, día de la anexión de
Austria). La idea de que los austríacos pertenecían a la cultura
alemana es precisamente una tesis nazi, degraciadamente compartida
por los dirigentes socialistas, hecho que Améry no dejó de criticar.
Como hispanoparlante, Muñoz Molina debería saber que no todos los
que hablan el mismo idioma son de la misma cultura.Améry sobrevivió
los campos de Auschwitz y Bergen-Belsen. En 1945, después de la
liberación, renegó según Muñoz Molina "de la lengua
alemana que había creído suya". La realidad fue bien distinta: Améry
escribió toda su obra en alemán. Tampoco creo que decidiera entonces
"no pisar nunca más Austria ni Alemania". Eso sí, regresó al que
había sido su país de |
exilio, a Bélgica. Pero viajó tanto por Alemania como por Austria
dando conferencias y recuperando, en calles y edificios, las
distintas etapas de su fuga. Se suicidó en Salzburgo en octubre de
1978, como consecuencia tardía de las torturas sufridas.
En Sefarad, Muñoz Molina equipara a Hitler con Lenin, al fascismo
con el comunismo. No es nada nuevo, ni en sus escritos, ni en
nuestros días. No he sido nunca militante comunista ni devorador de
los "sórdidos manuales de adiestramiento leninista o maoísta" que,
según escribe el novelista en un artículo, "ocupaban el espacio
preferente de los escaparates" de las librerías españolas en los
años setenta. (Yo, que las frecuentaba entonces, recuerdo más que
aquellos manuales las secuelas de los atentados ultras a esos mismos
escaparates.) Pero ante esa equiparación hecha desde un país que
cuenta, en la historia del siglo xx, con un desequilibrio tan
acentuado entre la práctica estalinista y el terror fascista, siento
vergüenza ajena. Al fin y al cabo, la España actual se construyó
sobre la impunidad de los crímenes cometidos por el régimen
franquista, y por eso me parece de mal gusto saltar desde esa
impunidad a la equidistancia. El mal gusto tiene, por supuesto, una
traducción al lenguaje público: se llama revisionismo histórico. A
lo largo de los últimos años he observado, en los campos de la
política y de la cultura, un cambio en la imagen de la historia de
España: el surgimiento de una opinión, según la cual la ii República
fue destruida igualmente desde la extrema derecha como desde la
izquierda; la revalorización de varios escritores y artistas
fascistas; la degradación oportuna de sus adversarios (tal como la
practicó Muñoz Molina en su artículo "Pluma y pistola" donde incluye
a Antonio Machado en la más pura jerga estalinista en la
tropa de "plumillas de retaguardia" y a Enrique Líster en la de "los
matarifes"); la progresiva eliminación de la lucha antifranquista a
nivel popular y su reducción a los sectores institucionales
(políticos, militares, iglesia, prensa) en los medios de
comunicación; la banalización de la resistencia, bajada por Muñoz
Molina, en su relato El dueño del secreto, al nivel de la
incontinencia urinaria. No hace falta sufrir una paranoia
conspirativa para reconocer que se trata de una tremenda lucha
ideológica concertada para acabar de una vez con la memoria
histórica de un país. Y en medio de todo eso, dándose la imagen de
estar al margen, de discrepar, de ir por su propio camino, de
defender lo que realmente ataca, de ser verdaderamente el santo de
su señora, el autor de Sefarad.
De todas maneras, aceptaría la postura de Muñoz Molina si no
usara a gran parte de sus protagonistas como testigos de su visión
de la historia: los toma como rehenes. Puede ser que Amaya Ibárruri
no tenga nada en contra de que el autor dé a su testimonio el mismo
valor que al de un veterano de la División Azul que arrasó Rusia; es
asunto suyo. Pero estoy convencido de que Jean Améry se sentiría
bastante incómodo con la ideología inherente a la novela. Supongo
que Muñoz Molina no ha leído lo que su colega escribió en una
ocasión, dirigiéndose a sí mismo: "Sin lugar a dudas los comunistas
contra los que te cerrabas por puro desdén burgués, además de
hacerlo por ignorancia imperdonable, han actuado si no con más
inteligencia, sí de una forma más auténtica. La inautenticidad de tu
comportamiento que sentías subjetivamente como resistencia
espiritual estuvo basada no sólo en tu temor ¿o hasta
cobardía? frente a la exigencia de actuar; fue también tu
derrota intelectual. Porque al fin y al cabo comunismo y marxismo no
estaban exclusivamente con aquellos que hablaban de Stalin como de
una amante, con ternura, o que incluso lo silenciaban, de tanta
veneración. Fuiste inauténtico no sólo como un fugitivo ante la
acción, sino también como un cobarde ante la palabra. No querías
poner en peligro tu comodidad intelectual. La ilusión de un Frente
Popular, la grande illusion del antifascismo deberías haberla
pensado por lo menos como ilusión en su totalidad."
Muñoz Molina hace hincapié en el respeto que le merecen las
personas tratadas en su libro. Tal respeto, pienso, debería incluir,
aparte de documentarse bien y no a base de unas pocas informaciones,
también la comprensión de una época. Las categorías de verdugos y
víctimas en las cuales está planteado todo el libro no llevan a la
verdad. Pero Muñoz Molina no quiere abandonar esas categorías, y
como no encuentra a los buenos ni entre los fascistas ni entre los
antifascistas, va y reivindica a los sefardíes: son víctimas, por lo
tanto son buenos. (Es una tendencia que se va generalizando en la
literatura española; lean la última novela de Juana Salabert.) No
creo que sea casualidad que precisamente ahora se recuerde a los
judíos expulsados de España. Muñoz Molina destaca su fidelidad con
la patria, por salvar la lengua castellana en el destierro, a lo
largo de los siglos. Ahora, con el desconcierto que sienten frente
al nacionalismo vasco, académicos, funcionarios y monarcas recurren
a la exaltación de la lengua como más alta expresión de la identidad
colectiva. Otros la creían encontrar en la sangre (los alemanes) o
en el paisaje (los austríacos). Tampoco dio buen resultado.
Muñoz Molina tiende en su novela, como en las crónicas que
publica todas las semanas, a una falsa modestia. Digo falsa porque
se humilla para concederse así mayor credibilidad: no convence con
la plausibilidad de sus escritos sino con el buen carácter que
muestra. Para eso necesita al otro bando, a los malos, egoístas,
oportunistas, cínicos. O a los que no se fijan, en el extranjero, en
él: en uno de los capítulos de Sefarad, su autor insiste en lo poco
que se ocupaban de él durante una cena en la Unión de Escritores sus
anfitriones daneses. Como contraste a esa falta de cortesía, destaca
su propio interés, en esa misma cena, por la suerte de la periodista
Camille Pedersen-Safra, descendiente de sefardíes. Unas cien páginas
más atrás, al evocar la vida de Isaac Salama, director del Ateneo
Español en Tánger, cita a algún intelectual o escritor que se burla
de éste. De esa manera queda patente la superioridad moral del
autor. Como de costumbre, tanto en él como entre los escritores
españoles en general, Muñoz Molina no dice quien habló de Salama con
tanto desprecio. "No voy a dar nombres, ya que están en la mente de
todos", como escribió hace poco, tan audaz, Luis Goytisolo.
En enero de este año, Antonio Elorza se manifestó en desacuerdo
con la tergiversación de hechos históricos en obras de creación
literaria y en el cine. Se refirió a un concepto falsificador de la
realidad que Tzvetan Todorov había llamado infracción al orden:
cambiar hechos, sentimientos, experiencias según las necesidades
narrativas. "Cualquiera" escribió Elorza "es libre de
moverse en el 'orden de la ficción', pero no cabe aducir neutralidad
ideológica si el 'orden de la vida', la realidad histórica, sale
malparada en aquella, o si respecto de las fuentes literarias
utilizadas se opera una sistemática deformación". Elorza puso
ejemplos: algunas películas de José Luis Garci, dos novelas de
Eduardo Mendoza. El caso de Sefarad me parece más deplorable ya que
su autor trata de personas de carne y hueso, con nombre y apellidos,
lo que significa asumir un alto grado de responsabilidad. "De hecho,
la invención es bastante convencional", dijo a la periodista Amelia
Castilla. Lamentablemente, Muñoz Molina fue así de convencional en
la reconstrucción de vidas ajenas. Acabó por traicionar la ética a
la que constantemente apela. |